Cooperativismo de plataforma: De la economía colaborativa corporativa a la social, procomún, feminista y ecológica

Mayo Fuster Morell

(Texto original publicado en CCCBlab)

Trebor Scholz ha contribuido como pocos a expandir y animar el debate entorno a la economía colaborativa desde la organización de la conferencia “Cooperativismo de plataforma”, organizada por el propio Scholz junto a Nathan Schneider en Nueva York en Octubre de 2015. Desde aquel evento la agenda del debate es otra y otras las posiciones de los actores. La conferencia proyectó visiones más críticas y su impacto ha ido forzando posicionamientos menos ambivalentes respecto a las corporaciones de la economía colaborativa, en particular en aquello que se refiere a una mayor denuncia de la contribución de la economía colaborativa al desmantelamiento de los derechos laborales, y una mayor centralidad a la creación de cooperativas como via de resistencia y alternativa a la situación actual. Este primer trabajo sobre «Cooperativismo de plataforma: Desafiando la economía colaborativa corporativa» es una síntesis de su enfoque en un material de tipo divulgativo que sobre todo busca ser accesible e introductorio.

Scholz inicia su ensayo haciendo hincapié en “el auge de un sector de servicios con bajos salarios, la desigualdad económica, el desmoronamiento de los derechos de los trabajadores” como principales problemas en los que centrar la atención. Y dirige su denuncia de la economía colaborativa corporativa como un fenómeno que aprovecha la situación creada tras la crisis del 2008, no para repensar el sistema económico hacia uno más justo y estable, sino como estrategia para el desmantelamiento de las condiciones del trabajo. Una especie de reaganismo por otros medios a través de la “conexión entre los efectos de la ‘economía colaborativa’ y las deliberadas ondas de choque de austeridad que siguieron a la crisis financiera en 2008”.

Scholz no se queda solo en la denuncia, sino que propone la búsqueda de soluciones retomando la tradición cooperativista como alternativa a la economía colaborativa corporativa. Como ya hacíamos referencia en un post anterior, en Internet hay producción social, pero no economía social. Ante ello Scholz plantea: El movimiento cooperativo tiene que llegar a un acuerdo con las tecnologías del siglo XXI”. Esta estrategia resulta particularmente nueva en Estados Unidos, gigante de la economía digital y país en el que la tradición cooperativista es menor, mientras que aquí en Cataluña podemos apuntar a eventos de encuentro entre la producción colaborativa y el cooperativismo con similar propuesta ya desde el quincemayista 2011. Como la estrategia a la que apunta de nuevo Schotz, el análisis del libro es aún incipiente. Pese a ello, el texto tiene el gran valor de estar plagado de referencias a experiencias de cooperativismo de plataforma, con diverso grado de consolidación y alcance.

 

Economía colaborativa corporativa

Una de las características de la producción colaborativa es su versatilidad, la cantidad de sectores y áreas de actividad en que hemos visto emerger modalidades de consumo y producción entre pares, iniciativas de desarrollo colaborativo entre comunidades apoyadas por plataformas digitales. Se ha expandido tanto en el sector de transporte, como en el turismo, o en los mercados de trabajo o financieros. El mapa de la producción colaborativa del proyecto P2Pvalue apunta hacia al menos 33 áreas de actividad, y hace referencia a 1.300 casos presentes en Cataluña. Otra característica de la producción colaborativa es su ambivalencia, que igual puede tomar forma de economía social y hacer escalar modalidades cooperativas, como surgir del más feroz corporativismo de lucro capitalista.

Scholz primero se centra en analizar la vertiente corporativa. El libro expone sobre todo los casos de Uber y Amazon Mechanical Turk (marketplace de micro trabajos), donde el autor no se entretiene en dar respuesta al argumento habitual que algunos actores plantean de diferenciación entre AirBnB y Uber. En su análisis de la economía colaborativa corporativa, Scholz se dedica a trazar una clara línea de unión entre esos casos: las terribles condiciones de trabajo. Corporaciones que cuentan a su disposición con ingentes bolsas de «trabajadores y trabajadoras» para la asignación de la demanda, pero a quienes no considera como tales. Los consideran «no-trabajadores» o trabajadores autónomos e independientes, algo que permite a dichas corporaciones externalizar los medios de trabajo (como ejemplo, el uso del coche propio), así como las cargas sociales y el riesgo, por lo cual no tienen que contribuir al sistema de asistencia médica, ni al seguro de desempleo, ni al seguro contra accidentes ni a pagos de seguridad social. Schotz nos ofrece datos y argumentos que presentan a la economía colaborativa corporativa como la economía “sin salario mínimo, horas extraordinarias y protecciones que existían a través de las leyes contra la discriminación en el empleo”.

Schotz también hace referencia a los efectos desiguales en términos de clase. En palabras de Scholz: “a la sombra de una mayor comodidad en el acceso a ciertos servicios por parte de una parte de la población, tiene por contrapartida importantes costes sociales para la clase trabajadora, sobre todo la menos cualificada”. Asimismo, citando el importante trabajo de la investigadora Juliet Schor, hace presente que el acceso al trabajo de forma esporádica de bajo nivel, como conducir un taxi (de manera eventual) para la clase media educada, como vía para llegar a fin de mes, tiene como contrapartida el desplazar de esas ocupaciones -y de una fuente de trabajo estable- a trabajadores y trabajadoras de baja cualificación.

El impacto de la economía colaborativa corporativa en términos de marco regulatorio no sería mucho mejor. Scholz califica la ilegalidad en que en cierta medida operan las corporaciones no como un error o algo que se resolverá con el tiempo, sino como un método; una estrategia de creación y consolidación de mercado. Al tiempo, las corporaciones gastan ingentes millores en grupos de presión sobre las instituciones públicas para que realicen cambios regulatorios mínimos o a su favor. En dicho ámbito, pero ya en clave de las denominadas “puertas giratorias”, resulta particularmente llamativo el reciente caso de Neelie Kroes, comisaria europea de la Agenda Digital que tras abrirle las puertas de la Comisión Europea a Uber, ha pasado a trabajar para dicha compañía como asesora.

Scholz concluye: la economía colaborativa corporativa “no es simplemente una continuación del capitalismo predigital tal como lo conocemos, hay notables discontinuidades, un nuevo nivel de explotación y una mayor concentración de la riqueza”.

En la segunda parte del libro, Scholz se centra en la que considera la vía de salida a la situación creada: el cooperativismo de plataforma para dejar de depender “de las infraestructuras digitales que están diseñadas para extraer provecho para un número muy reducido de propietarios de plataformas y accionistas”. “Un Internet de la gente es posible”. “A Silicon Valley le gustan las disrupciones, pues vamos a darle una”, propone.

 

Cooperativismo de plataforma

Scholz caracteriza su enfoque del cooperativismo de plataforma en base a tres elementos clave: uno, el mismo diseño tecnológico de Uber, Task Rabbit, Airbnb, o UpWork; dos, con un modelo de propiedad más democrático, al tratarse de plataformas gestionadas y propiedad de sindicatos, ciudades o diversas formas de cooperativas; tres, se trata de una modalidad de actividad económica que beneficie a muchos y no a unos pocos, que favorezca la reducción de desigualdades y la distribución de beneficios en la sociedad.

Scholz también ofrece una tipología de cooperativas de plataforma ya en funcionamiento: 1) plataformas de intermediación laboral (como Loconomics, cooperativa de freelancers); 2) mercados de compraventa online de propiedad cooperativa (como Fairmondo); 3) plataformas de propiedad municipal (como MinuBnB o AllBnb alternativas a AirBnB para nichos específicos de mercado); 4) cooperativas de comunidades de “prosumers” que generan y acceden a contenidos en plataformas compartidas (como Stocksy, cooperativa de archivos fotográficos propiedad de artistas); 5) plataformas de trabajo respaldadas por sindicatos (de las que nombra varios casos ligados al servicios de taxi). Dos modalidades aún en ciernes serían: 6) lo que llama plataformas desde dentro, esto es, vías de organización y solidaridad entre usuarios y usuarias de plataformas corporativas; 7) y, por último, plataformas como protocolos, esto es, modalidades de solidaridad descentralizadas a través de la compartición de protocolos entre iguales.

De modo que la lectura del cooperativismo de plataforma en Scholz no se restringe únicamente al cooperativismo como tal (la forma de empresa que conocemos como cooperativa), sino que en ocasiones va más allá de esta modalidad concreta. En este sentido, aunque Schotz no los nombra, igual que sindicatos o municipios pueden ser proveedores de plataformas, posiblemente también lo podrían ser otro tipo de actores. Pienso sin ir más lejos en las instituciones culturales, como el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) que por cierto alberga la presentación de este libro.

Trebor apunta a 10 principios para el cooperativismo de plataforma: la propiedad colectiva de la plataforma; el pago decente y la seguridad de renta; la transparencia y portabilidad de los datos; la apreciación y el reconocimiento del valor generado; las decisiones colectivas en el trabajo; un marco legal protector; la protección transferible de los trabajadores y la cobertura de las prestaciones sociales; la protección frente a las conductas arbitrarias en los sistema de rating; el rechazo a la excesiva vigilancia en el lugar de trabajo y, por último, el derecho de los trabajadores a desconectar.

Para acabar, Scholz hace hincapié a la necesidad no solo de plataformas bajo estos principios, sino también a la necesidad de un ecosistema cooperativo en torno a las mismas.

 

Desigualdades, ¿solo de clase?

Scholz hace hincapié en las desigualdades de clase, ingresos y formación, pero en su denuncia y caracterización de la vía de salida a la economía colaborativa corporativa no están presentes la resolución de otras fuentes de discriminación y desigualdad. Posiblemente uno de los puntos más débiles del trabajo, aunque una debilidad bastante común en la reflexión en torno a la economía colaborativa, y también en el enfoque económico hegemónico, es la muy limitada sino ausente perspectiva de género. El vínculo y dependencia de la economía colaborativa respecto a la economía doméstica y de las curas o la lectura feminista del fenómeno se limita a cuatro líneas. Asimismo, las referencias a autores varones son predominantes, con notorias ausencias de autoras centrales en la materia como Ostrom, en referencia al procomún, o Terranova en relación al «trabajo gratis». Por otra parte, siendo un autor que vive en Estados Unidos, en que los conflictos de raciales son tan graves, también llama la atención la poca presencia de esta, así como otras fuentes de discriminación y desigualdad. Otra cuestión clave, apenas mencionada, sería la falta de sensibilidad medioambiental o las conexiones con la economía circular de la economía colaborativa corporativa.

 

Encuentro entre la economía colaborativa cooperativista y la economía colaborativa procomún

Para concluir, me gustaría repensar la propuesta de Scholz de economía colaborativa cooperativista respecto a los enfoques que están emergiendo en Cataluña, reflejados en la reciente celebración del encuentro «procomuns» para una economía colaborativa procomún.

La tradición procomún no es una respuesta a la economía colaborativa corporativa, sino que la precede e inspira. El procomún digital como modalidad de producción colaborativa entre iguales, apoyada por plataformas digitales de propiedad y gestión colectiva, y que generan recursos generalmente de acceso abierto o/y públicos, es anterior a la economía colaborativa corporativa, con casos como las comunidades de solfware libre o Wikipedia como referentes, o aquí en Cataluña Guifi.net o Goteo.org, proyectos de referencia internacional. Un procomún digital que ha visto cómo se han ido sucediendo varias olas de innovación capitalista (desde la “Web 2.0” con casos como YouTube y Facebook como reacción a la crisis punto.com del 2000, a la economía colaborativa con exponentes como Uber y AirBnb, reacción a la crisis del 2008) en las que modelos hibridos adoptaban algunas de sus caracteristicas, pero se desentendian de otras. Adoptando el discurso y la modalidad de producción colaborativa apoyada por plataformas digitales, pero desentendiendose de la tecnología libre y transparente -que determina otro tipo de control de los medios de producción-, del papel de la comunidad de creadores en la gobernanza del proceso, de la propiedad colectiva del conocimiento y recursos generados, y de la distribución del valor generado entre quienes contribuyen a crearlo.

La tradición del procomún digital en cierta medida se ha planteado como problema la sostenibilidad individual de los contribuidores y las contribuidoras al bien común, poniendo precisamente en práctica y diseñando posibles modelos de sostenibilidad como bien sistematizó Philip Agrain en su libro Sharing. Aún así, esa sostenibilidad individual no ha sido su punto de partida y es aún un reto. Y en cierta medida en el procomún hay una tensión entre la voluntad de mantener el carácter mayoritariamente no mercantil de la actividad, visibilizando otras fuentes de valor más allá del monetario, con la necesidad de garantizar ingresos a las personas que contribuyen.

La estrategia de creación de cooperativas como alternativa –que el enfoque de Scholz pone de relieve– también ha estado presente como horizonte, y es en cierta medida frecuente en el mundo del software libre. En el procomún digital no obstante son más comunes las fundaciones como formas de organización y estructura institucional. También se ha apuntado a la necesidad de crear unos sujetos jurídicos que se ajusten mejor a la producción en red de comunidades con formas de pertenencia muy variadas, y que tienden a generar una lógica de “ley de potencias” (en que unos pocos -el 1%- suelen generar gran parte del contenido, mientras un 9% contribuye esporádicamente, y un 90% participa pasivamente o como “audiencia”). Otro de los ejes actuales del procomún digital es avanzar hacia la descentralización. Pero en mucho de todo esto las formas de pertenencia del cooperativismo “tradicional” no parecen ajustarse bien. ¿Cómo sería una cooperativa que funcionara desde la lógica de la pertenencia fluída, y desde estructuras descentralizadas?.

El enfoque de Scholz nos lleva a centrar el foco en la condición laboral de las personas que contribuyen, y en la creación de cooperativas como vía de garantizar la propiedad. Sin duda temas centrales. Pero parece que ello a costa de dejar en un plano menor dos aspectos centrales en el procomún digital. Por una parte, el conocimiento abierto, el conocimiento como bien común, la dimensión propública de la producción colaborativa, a partir del uso de licencias de los recursos (como las licencias Creative Commons) que garantizan el acceso. Y por otra parte, la tecnología libre –esto es, que las plataformas estén basadas en software libre- como vía de control colectivo de los medios de producción en un entorno digital. Aspectos a los que Scholz dedica muy poca atención.

Por eso opino que la mejor perspectiva desde la que leer a Scholz es desde la pregunta de cómo integrar los aspectos en los que tan clara y oportunamente ha sabido llamar la atención y priorizar en la agenda –el cooperativismo como vía para asegurar una gobernanza democrática de la actividad económica y unas condiciones de creación colaborativa que respeten derechos básicos-, con las virtudes de otros procesos, sea tanto del procomún digital -con la importancia del enfoque procomún y propúblico, y de la infraestructura libre-, como respecto a la economía feminista y la economía circular. Para el desarrollo de una nueva economía social, procomún, feminista y ecológica.